Orden cisterciense
La orden cisterciense arranca de un tronco común con los benedictinos. La época que los vio nacer fue de gran inquietud y búsqueda espiritual (s. XI-XII). El monasterio benedictino de Cluny estaba en su momento de máximo esplendor. Aun así, algunos monjes no conseguían calmar sus ansias de volver a las fuentes del monacato y revisar la autenticidad de la Regla de San Benito que estaban viviendo. El punto en discusión de esa época era la pobreza.
Por ello, un grupo de 21 monjes, liderados por su abad San Roberto, se aventuró a abandonar la seguridad del Monasterio Benedictino de Molesmes, en respuesta al deseo que el Espíritu Santo encendió en ellos, de recuperar la integridad de su compromiso de seguimiento a Cristo.
En el año 1098 fundaron el Nuevo Monasterio, que en lo sucesivo tomó el nombre del lugar Citeaux (Cister). Sus comienzos fueron muy duros. San Roberto fue requerido para regresar a Molesmes, por lo que le sucedieron en el abadiato dos de sus más cercanos discípulos, los santos Alberico y Esteban Harding. La Orden Cisterciense venera a estos tres monjes como sus fundadores. Durante el abadiato de san Esteban ingresó San Bernardo en el Monasterio de Citeaux, que contribuyó decisivamente a la expansión de la Orden.
Eligieron un enclave rural y apartado para favorecer la escucha interior, la vuelta a la simplicidad de vida y para vivir del trabajo de sus manos, absteniéndose de diezmos y ofrendas y así desligarse del poder económico y político. La convivencia en una misma comunidad fraterna de miembros de toda condición social y diferente compromiso monástico fue dando cuerpo a la búsqueda de integridad que pretendían.
San Esteban, gracias a su espíritu jurídico, nos legó la Carta de Caridad, quedando constituida la Orden. En ella busca, ante todo, mostrar la necesidad de la unidad espiritual y material, individual y del grupo, la unidad con Dios y con los hombres.
Este mismo espíritu es el que hoy día se sigue en los monasterios cistercienses. Siguen siendo buscadores que responden a la llamada del Espíritu Santos a través de la vida monástica siguiendo el legado por los primeros cistercienses.
La soledad, el silencio y la separación del mundo son las condiciones esenciales de toda vida contemplativa, que los cistercienses compaginan con la vida común. En los monjes cistercienses la soledad se interioriza y se convierte en una “soledad del corazón”que se identifica con el silencio interior, ámbito donde tiene lugar la experiencia contemplativa. La “Ecclesiola” (la pequeña Iglesia como la llamaban los Santos Fundadores), que es la Comunidad, emerge de esa soledad interior del corazón.